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sin patria, pero sin amo
without motherland, but without love

martes, 30 de junio de 2009

PRENSA GULAG, UN ARRESTO. (FRAGMENTO 2)

Ya en la Rotonda de Cojimar, Arturo y Pablo detectaron las dos perseguidoras. Arturo pensó “debe de ser una cuestión de rutina”.

-Mira –dijo Pablo.

-Vamos a ver si detienen al carro que va delante –dijo Arturo.
No lo detuvieron.

-Bien. Pues es de rutina o es para nosotros –dijo Pablo.

No tuvieron que esperar nada. A menos de cincuenta metros salían tres policías hacia el medio de la calle y les daban órdenes, no señales, de que se detuvieran.

-Pues, es para nosotros – comentaron a dúo, y se detuvieron. Dios nos salve -dijo Arturo.

Dentro del carro aún, les pidieron los carnés de identidad. Apenas los miraron.

-¡Bájense! –gritó un negro flaco y alto- ¡Bájense con las manos en alto! ¡Rápido, rápido!

Arturo y Pablo se bajaron. Otro policía sacó una pistola Makarov, bordeó el coche y, ya frente a Arturo, apuntándole al pecho, le dijo:

-¡Estás cogido, hijo de puta!¡No te muevas!¡Levanta las manos!¡Levanta las manos!

Los policías empujaron a Arturo y a Pablo y los tiraron contra la perseguidora.

Apoyados contra el vehículo y de espaldas a los policías, les abrieron las piernas a golpes de botas militares, hasta que pareció que se les partirían y los cachearon. El que parecía ser el Jefe dijo “Aquí, unidad K. Objetivo cumplido. Cambio.” y, alejándose de Arturo y Pablo, continuó hablando. Regresó casi inmediatamente.

-Espósenlos y métanlos en el carro.

Los esposaron, con una sola esposa, uno de cuyos extremos acerrojaba la mano izquierda de Pablo, y el otro la derecha de Arturo Estuardo. Otro empujón y cayeron en el asiento trasero de una de las dos perseguidoras. Cerraron las puertas.

Volvieron a hablar por el aparato de mierda e hicieron algunas anotaciones de mierda en una carpeta de mierda.

-Parece que vamos pal’ tanque, dijo Pablo que se disponía a arrancarse un largo pelo de la nariz.

-Eso parece. No te vayas a arrancar un pelo de la nariz, respondió Arturo adivinando la vieja manía de su amigo.

-Es que tu no eres igual que yo, somos muy distintos –dijo Pablo- Yo soy un hombre sencillo del pueblo.

-Claro que somos muy distintos, pero yo soy tan sencillo como el mejor y otra cosa es esa absoluta despreocupación tuya por las formas envuelta en populismo –respondió Arturo.

-Nada, que somos muy distintos –reiteró Pablo.

Arturo se percató de que llevaba en el bolsillo derecho de su camisa de mezclilla la crónica de su puño y letra que había grabado, tal vez una hora antes, para Radio Martí desde el apartamento de Raúl Rivero. Esa crónica no constituiría una prueba más contundente contra él que todo lo que ya tenía la Seguridad del Estado, pero le jodía profundamente que se dieran el gusto de ocupársela arriba. Miró al policía, que ya estaba al volante, miró el espejo retrovisor, miró hacia los dos que afuera continuaban con sus anotaciones y su cuchicheo. Todos parecían entretenidos. Consagrados a su infamia. Con el codo izquierdo empujó suavemente la puerta de su costado esperanzado en que cediera aunque fuera un milímetro para situar el papel de modo que, al abrirse dicha puerta, la crónica pudiera caer al suelo y, con buena suerte para ella y para él, no ser vista. La puerta no cedió. “¡Qué imbécil! -pensó– pensar que la puerta de un carro patrullero puede ceder ante el débil codo de un periodista cuya única fuerza podría estar únicamente en la cabeza.” Miró nuevamente al chofer, al espejo y a los de afuera. Seguían entretenidos. Sacó la crónica del bolsillo con la intención de metérsela en los huevos y, ya pasada la mano izquierda del cinturón hacia abajo con la cuartilla caligrafiada, se oyó la voz de uno de los policías.

-¿Qué escondes, gusano de mierda? -Y otro que grita- ¡Sácalo, sácalo¡

Tuvo que sacar su papel y entregárselo a los esbirros. Fue este el peor momento de esta historia porque carecía de cualquier posibilidad de encanto. El chofer se levantó y salió. Los tres, con el mismo interés que un adolescente lee un cuento de terror, se encimaron sobre el blanco papel y devoraron su breve contenido. Como si aquellas veinticinco líneas estuvieran cargadas de dinamita, uno de los policías gritó:

-¿Así que esos papeles planeaban como golondrinas plateadas sobre el cielo de La Habana, gusano de mierda? ¡Bájate!

Inmediatamente, uno de los subalternos lo arrancaba del asiento de la perseguidora y zafaba las esposas, mientras otro sacaba otro par. En poco tiempo Arturo quedaba nuevamente esposado, pero esta vez con las manos a las espaldas. Cambiado el guión cuando descubrieron el papel, actuaron con tanta urgencia como si hubieran encontrado a un asesino. El que parecía el jefe se comunicó nuevamente. Seguramente recibió nuevas órdenes. Llegó una tercera perseguidora con dos hombres más. A Arturo lo metieron en la primera, en la segunda metieron a Pablo, y la tercera, que estaba al final, pasó al principio.

La caravana se puso en marcha.

-¿Adónde coño nos llevarán? –pensó Arturo, y durante todo el viaje mantuvo la cabeza pegada al cristal de la ventanilla con la esperanza de que algún conocido lo viera, lo reconociera, notara que había sido arrestado y se decidiera a informarlo a alguien (tenían que darse muchas coincidencias para su buena suerte en una tarde que no parecía ofrecer otra que mala), pues en la Rotonda de Cojimar era poco probable que algún ser no supusiera que se trataba de un común arresto de comunes delincuentes. En poco tiempo identificó la glorieta de La Virgen del Camino y, de ahí, entraron en la Calzada de Güienes por donde llegaron a la Unidad de Policía de San Miguel del Padrón en cuyo lobby gris fueron depositados como perros callejeros que recoge un carro para internarlos donde no valen nada.

-Aquí tendrán que esperar por que lleguen los oficiales de Villa Maristas que se encargarán de ustedes –dijo el que parecía el jefe, y, sin nadie que los despidiera ni los recibiera, los policías que los capturaron se marcharon.

El carro de Arturo, que había sido conducido hasta allí por uno de los dos policías que llegaron en la última perseguidora, corrió mejor suerte porque, aunque sea, no tuvo que entrar en la unidad de policía. Lo dejaron afuera. Eran las cuatro y media de la tarde. Arturo sentía que le dolían un poco los hombros y, sobre todo, las manos. No creía que sus padres, con la ayuda de Dios, las hubieran hecho para llevar una prenda tan dura, poco pulida y tan brutal. Arturo, que fue puesto frente a Pablo en un banco que quedaba en la entrada de la Unidad, tenía la orden de no hablar y no fumar; sólo podía mirar y esperar a que llegaran los pastines del Cuartel General de la Policía Política. Un policía de la unidad, que por la mirada que le vio Arturo no nació para policía, le pasó las esposas para adelante. Ahora, a esperar lo peor que es lo que siempre tiene que esperar la oposición en Cuba.

La mejor representación de la peor Villa Maristas no tardó en llegar...

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