bienvenido / welcome

sin patria, pero sin amo
without motherland, but without love

viernes, 19 de junio de 2009

MONÓLOGOS DE LOS ROMÁNTICOS PERDIDOS*


MUJER LIMPIA

Yo creo que tengo un seno más grande que el otro o es el ajustador sí es el ajustador este espejo lo limpio todos los días y todos los días tengo que volver a limpiarlo el trapo está muy sucio mira ese escaparate esta saya carmelita va aquí esta saya verde va aquí y esta saya roja va aquí no me canso de decírselo pon los juguetes en su lugar siempre los deja regados y no hay vez que los ponga donde le digo pero no se lo diré más para que aprenda donde se ponen los juguetes ella aprenderá no digo yo si aprenderá aprenderá o la mato a palo sí tengo un seno más grande que el otro el espejo este ya está para lavarlo no pero esta noche que no se me acerque cuando se me pegue a la espalda y me pase la mano por el cuello él va a saber quién soy aunque tenga deseos de que me tape toda mira que decirme que deje el trabajo odioso aunque tenga deseos de que me la meta va a saber quién soy yo pero qué hago si lo dejo sí que me la meta no sé hacer otra cosa que me la meta por donde quiera pero es que no tengo deseos ya no sé ni el tiempo que hace que no lo hago cómo está este cuarto Dios mío esa telaraña la quité ayer y hoy está ahí otra vez mejor me masturbo antes de que lleguen pero cómo cómo me masturbo tengo deseos de gritar de gritar cojonees qué clase de escoba barres una vez con ella y se queda sin pelos nunca pone los zapatos donde le digo yo no yo sí soy organizada a mí sí que no me pueden decir desorganizada las sayas aquí esta blusa aquí ya la puerta de este escaparate se está rompiendo el cepillo de cabeza en la gaveta de la cómoda el perfume en la gaveta de la cómoda no en el escaparate yo sí soy limpia a mí nadie me puede decir los aretes en la cajita que no soy limpia lo único que no puede ser una mujer es ser sucia me pueden decir lo que quieran puta lo que quieran pero nadie puede decir fulana es una sucia nadie el jefe se puso pálido odioso trabajo ese blumer tengo que lavarlo ahora mismo no digo yo si pone los juguetes en su lugar esta saya carmelita va aquí esta saya verde aquí y ésta roja va aquí qué bien se la hice al jefecito mira qué polvo qué polvo mi madre qué cantidad de polvo he sacado de debajo de esta cama esta escoba no sirve barres y se queda sin pelos tengo que lavar ese blumer inmediatamente no hay nada como una mujer aseada por eso se lo digo a mi hija prefiero que seas puta antes de que seas sucia ay si pudiera masturbarme pero cómo me masturbaré en qué trabajo si renuncio en nada no sé hacer otra cosa qué es mi madre hoy un hombre me piropeó todavía levanto un pueblo el espejo ya está para botarlo esta telaraña la quité ayer nunca pone los zapatos en su puesto para él no existe la zapatera pero hoy sí se la hice bien al jefecito al jefe al gran jefe se la hice bien lo invité a tomar té a mi casa preparé el té lo serví y lo invité a sentarse a la mesa una cucaracha nos sentamos delante de él me corté los cinco dedos de la mano derecha mire los dedos con que trabajo le dije ya está al llegar mi marido y en lugar de los bizcochos los puse en su platito y en el mío junto a las tazas mire tres para usted y dos para mí quedó frío como el hielo metí un dedo sangrante en mi taza y comencé a revolver mi té con un dulce gesto le sugerí que utilizara mis dedos como revolvedores y que se los comiera después que se ablandaran creería que estaba loca no lo hizo el espejo lo hice yo por él permanecía atónito horrorizado no sé cómo habrá salido la niña en la prueba maldito trabajo están exquisitos estos bizcochos le dije y le propuse un brindis por el trabajo sobre el blanco mantel se formó un charco de sangre pensaba que estaba loca alrededor de mi mano derecha sonreía irónicamente en mi casa sí hago lo que quiero lo que me gusta las cucarachas las cucarachas la saya carmelita aquí la saya verde aquí una mujer cochina y ésta roja aquí no la mira ningún hombre este espejo lo limpio todos los días y todos los días tengo que volver a limpiarlo este trapo seco qué flaca estoy mi madre me he quedado sin nalga me he quedado sin nalgas.

HABLANDO BAJO LA LLUVIA

Tu ojo izquierdo recibió el pinchazo. Lo sentiste -los ojos son muy sensibles- y cayó en la acera, ante tus pies, rodó como treinta centímetros, según pudiste calcular con tu ojo derecho, hacia adelante, perdió el impulso inicial de la propia caída y comenzó a detenerse lentamente. Asombrado, tuerto y horrorizado, observabas cómo perdía velocidad, pero el rodar de tu ojo por la acera de todos modos te parecía interminable, creías que el recorrido concluiría cuando tropezara con el mínimo polvillo, con cualquier cosa, con una piedrecilla o con la hoja de otoño que, aunque pudiste verla con un solo ojo, te impresionó tanto, a pesar del pánico. Sin embargo, aunque parecía que no podría vencer el obstáculo, que dejaría de rodar, como si estuviera ya cansado porque eran demasiados contratiempos para un ojo rodando por la acera, daba dos, tres vueltas más. Ya se detiene, pensabas, ya se detiene, y daba otra, la que parecía imposible. Al fin, efectivamente se detuvo y la pupila de tu ojo en la acera quedó mirando hacia la pupila de tu ojo en la cuenca. Te vino en ayuda, en instante tan trágico, tu generoso sentido del humor y le dijiste a tu ojo desafortunado: ¡qué suerte que no usamos anteojos!. Si se hubiera caído el cristal también y ahora se interpusiera entre tú y el ojo con que te miro, el cristal caído y el cristal que me quedaría en el ojo que me queda en la cuenca. Te pareció entonces que el ojo de la acera había recibido el mensaje, que sonreía como a veces sonríen los ojos cuando están en el rostro y el corazón les envía el efecto de una profunda y estrepitosa alegría, pero recordaste el sonido de tu ojo al caer y te pusiste triste. Había sido un sonido breve y húmedo y, no obstante, un plaff imperecedero. Eso sí preferiste olvidarlo, borrarlo. Te pusiste a imaginar, con el propósito de borrarlo, olvidarlo, ayudado por tu fantasía, hasta en esta circunstancia más poderosa que la de tus contemporáneos, cómo luciría tu ojo mirando desde la acera los ojos, ¿quién sabe si negros?, de mujer que pasara junto a él, y ambos, tu ojo caído y el de la cuenca, sonrieron nuevamente hasta que te asaltó al cerebro la posibilidad de que esa mujer también viniera con sombrilla. Entraste otra vez en el horror. ¡Nooo!, gritaste, y el hombre que leía el periódico cerca de ti y el que contaba el dinero y el que enamoraba a la muchacha, todos, te increparon, Señor, cállese, vaya a gritar a su casa. Esta reprimenda te deprimió y te auxilió, de cierta manera, para alejarte del horror, de la meditación acerca de la posibilidad de la sombrilla. La gente, pensaste, utiliza eficaces recursos para ayudar a las personas que han perdido un ojo y esto, para un individuo como tú, sensible, inteligente, informado, resultó interesante. Fue un imprevisto estímulo a tu sentido de observación. Sentido de observación, pensaste, de observación. Te pusiste contento, contento hasta la euforia, ahora podrías observarlo todo desde distintos puntos siempre que, por supuesto, mantuvieras el sosiego. Podrías observarlo todo desde abajo, con el ojo de la acera, desde arriba, con el ojo de la cuenca, pero el ojo de la acera no mostraba intención de moverse, de entornarse como antes, no mostraba entusiasmo, pero no te importó mucho. Después de todo, es mejor, pensaste, tener alternativas, opciones, en fin, la posibilidad de otro punto de vista. Te sentiste por primera vez feliz, aunque tuvieras que quedarte parado ahí, inmóvil, para toda la vida, y en tu casa se preocuparán y cualquier amigo que pudiera pasar te preguntara ¿qué haces ahí parado, en medio de la acera? Y, después, al descubrir que te faltaba un ojo, que estabas tuerto, te dijera, como si tú no lo supieras pues tus amigos te conocen bien, has perdido un ojo. Tu respuesta sería rotunda, pero tengo dos puntos de vista. Pensaste entonces que, si seguías envejeciendo todos los días, después de varios años, tus dos ojos, el de la acera y el de la cuenca, necesitarían anteojos. Este imperativo te puso nervioso, te crearía complicaciones porque tú no querías mover nunca más tu ojo de donde había caído, no querías ir a un oftalmólogo con los dos y no dejarías solo al de la acera. Te pusiste triste otra vez porque los oftalmólogos, lo sabías, no serían tan generosos como para venir a ver tu ojo a la acera. De cualquier forma, pensaste, es mejor respetar el destino de este ojo mío. Si la ceguera llega, nos encontrará aquí. Esta meditación, durante la cual no tuviste en cuenta otras posibles dificultades o algunos imponderables que pudiera ocasionarte tu decisión, te permitió comenzar a recibir como una fortuna lo que para otro cualquiera hubiera sido una desgracia. Y, aunque la indiferencia de los demás no te agradaba, te tranquilizaba saber que nadie se aglomeraría junto a ti, que nadie preguntaría nada. Te sentirías sin incertidumbre, feliz, junto al muro largo de la larga acera, frente a tu ojo, como tú, desprevenido. No pensaste más en la posibilidad de que la mujer que viniera, si hubiera de venir, traería sombrilla hasta que levantaste la vista de tu ojo derecho y notaste que un hombre se acercaba, apurado, y miraba serio al ojo de la cuenca y dispuesto a pasarle por arriba a tu ojo de la acera. Por supuesto que no te apartarías y no te apartaste. No se trataba de un asunto de elegancia. Miraste, con tu ojo de la cuenca, seriamente al hombre. Se encimó, lo empujaste por el pecho y cayó hacia atrás, de espaldas, pero cuando miraste hacia el suelo, viste que había aplastado a tu ojo de la acera, a tu otro ojo, que ya no te miraba. El hombre se levantó y huyó. Comenzó a llover nuevamente, igual que cuando te sacaron el ojo, y las personas que iban y venían comenzaron a abrir otra vez las sombrillas. Las que se acercaban por detrás no te preocupaban, pero la hilera de tres o cuatro cuadras de largo de las que se acercaban por delante, con sus abiertas sombrillas negras bajo la lluvia gris, te causaban tal pánico que no podías moverte o no se te ocurrió algo tan sencillo como ponerte de frente al muro. Sólo te inclinabas hacia un lado cuando la hilera de personas con sombrillas corría a intervalos, sin embargo casi constantemente tenías que estar inclinándote hacia abajo porque eran de distintas estaturas. Todas pasaban chorreando agua, sin mirarte, como si no estuvieras tú allí, empapado, tembloroso, bajando y subiendo tu cara de tuerto para esquivar tantas sombrillas negras, pero tú estabas allí, así, lleno de pánico, y esperabas que llegara una persona no menos apurada y se parara, se parara con su paraguas blanco o de otro color, junto a ti, y te lo brindara, te brindara su sombrilla para hablar, detenidos los dos bajo la misma sombrilla y la misma lluvia, sobre los puntos de vista diferentes y sobre las hileras, y mirarla y mirarla con el ojo que tenías en la cuenca y con el otro, que se iba en el agua por la acera.

EL OPTIMISTA

Y lo peor, todos tienen su espada particular. Y yo, ¿qué hago? ¿Cómo debería actuar si, de pronto, se me parara delante, con una espada, un hombre dispuesto a matarme y nadie me ayudara? ¡Aaah, la cabeza! ¿Pero por qué siempre me hago la misma pregunta? No me rendiría, no correría, no pediría perdón. Antes que todo debo tener presente que no podría perder la serenidad. Erguiría el pecho, miraría al hombre a los ojos y le diría “cuando queráis, caballero”. Él, desconcertado por mi hidalguía y, por supuesto, iracundo por la humillación que esto significaría para él, levantaría la espada con la intención de dejarla caer sobre mi cabeza. Yo levantaría, rápido, el brazo derecho para detener la espada y me inclinaría hacia la izquierda. Su primer intento habría sido un fracaso, un fracaso rotundo. Mi mano -y no mi cabeza- caería a la calle. Es probable que en ese momento yo sintiera la tentación de recoger mi mano derecha con mi mano izquierda porque en ella está el lunar que tanto me celebra mi esposa. Sería una indelicadeza mía no llevársela, sería una indelicadeza mía, sin duda. No, pero no. Estaría justificado. Recoger la mano sería mi mayor peligro. No puedo ser sentimental. Tendría que encorvarme y mi cabeza quedaría, indefensa, debajo de la espada del hombre que, en ese momento, estaría mucho más indignado por el intento fallido y, además, mi mano izquierda permanecería ocupada sin necesidad. Cometería un error imperdonable. No, no puedo ser sentimental, al menos en ese momento, porque mi cabeza entonces también caería, irremediablemente, a la calle. Eso no puedo hacerlo aún cuando exista la remota posibilidad de que él no pueda cortármela, de que se ponga nervioso. Entonces lo que debo hacer es saltar hacia atrás cuando el hombre todavía esté levantando nuevamente la espada. Él, ¿qué podría hacer él en esta situación? Levantaría otra vez, es obvio, la espada en busca de mi cabeza, sí, la levantaría nuevamente. Yo cambiaría de táctica pues enfrentar una mano a una espada no da buen resultado. Ya lo habría comprobado. Inclinaría mi cuerpo hacia atrás, levantaría enérgicamente mi pierna izquierda para, en caso de perderla, no perder con ella totalmente el equilibrio, y la antepondría a la espada. Si se repitiera el resultado de la mano, como parecería posible, no debería, o no podría, consternarme. Tampoco puedo recoger, de inmediato, mi pierna izquierda aunque me sienta, como me siento, orgulloso de sus vellos que, como el lunar de la mano derecha, le encantan a mi esposa. Como decía, el hombre se enfurecería mucho más, muchísimo más, y se dispondría a intentar nuevamente dejarme sin cabeza. Él no tendría ya ninguna duda, conocidas las dificultades que causa un hombre con cabeza, comprobadas las consecuencias prácticas, de que dejarme sin cabeza sería, efectivamente, lo más importante. Él no admitiría, estoy convencido, que mi cabeza continuara ocasionándole contratiempos imprevisibles, insoportables, humillantes para él. Levantaría otra vez la espada. La espada ya estaría ensangrentada a pesar de mi inteligente empeño por no sangrar demasiado y yo también estaría algo ensangrentado. Esto es importante porque él lo notaría, pero la sangre no deba, de ninguna manera, impresionarme en un momento como éste, y mucho menos, aunque me resulte difícil impedirlo, causarme fatigas o sudores. Me mantendría sereno. Él dejaría caer la espada, por tercera vez, en busca de mi cabeza. Yo tendría que saltar sobre la pierna que me queda, hacia arriba y hacia atrás, alrededor de 45 grados, en parábola. Esto requeriría gran esfuerzo de mi parte, sobre todo el cálculo exacto. No dispondría de mucho tiempo. Detendría la espada, en esta ya casi decisiva ocasión, con la mano izquierda, pero si le ocurriera lo mismo que a la derecha y que al pie izquierdo, todavía me quedaría la pierna derecha y, por tanto, la posibilidad de un último salto. Esta es la razón fundamental por la cual no debo utilizar la pierna derecha antes que la mano izquierda. No puedo perder la mano y pierna de un mismo lado para continuar enfrentando al hombre con la mano y la pierna del otro lado porque perdería el equilibrio. Lo del equilibrio es importante, tengo que interiorizarlo. De ser posible, debo perder los miembros alternos, tengo que perder los miembros alternos, tengo que perder los miembros alternos. Correcto. Todavía me quedaría la posibilidad de un último salto. Saltar sin pies sería sumamente difícil y no poder saltar, aunque sea con un pie, en una situación como ésta es, sin duda, peligroso, nadie lo dudaría. Analizado fríamente, podría perder también la pierna derecha. Si la perdiera, descansarían sobre la calle, a un lado, mi mano derecha, a otro, mi mano izquierda, hacia delante, mi pie izquierdo, hacia atrás, mi pie derecho, al centro, estaría yo , y frente a mí, el hombre con la espada en alto. Carajo. La situación se habría complicado y podría seguir complicándose, sería difícil para mí. Si perdiera la pierna derecha mi esposa tendría que contentarse con admirar los vellos de mis muslos después de que cicatrizaran las partes cercenadas. No puedo perder la pierna derecha. Ahora, menos que nunca, se me puede ocurrir recoger mis cosas, es decir, mis manos y mi pie izquierdo. Para eso habrá tiempo suficiente si salgo bien del asunto, pero supongamos, en el peor de los casos, que también perdiera la pierna derecha. El hombre estaría ya al filo de enloquecer, su cara, febril, sus ojos, desorbitados y enrojecidos por la ira y la impotencia. Estaría, en pocas palabras, más peligroso que nunca. Yo podría, sin perder la serenidad, ni preocuparme por la sangre, tratar de engañarlo, pues no podría moverme ni saltar como antes. ¡Aaah, la cabeza! Me quedaría así sin manos y sin pies, quieto, mirándome el estómago, como diciéndole con los ojos claros, serenos, (debo realizar con mi mirada firme un recorrido desde la punta de su espada hasta mi ombligo dos o tres veces), “tirad, caballero, una estocada a mi estómago”. Así, insinuadamente, con mi único poder, el que emane de mis transparentes ojos. Él podría caer en la trampa, éste sería el instante más decisivo para mí, y punzar mi estómago para intentar ultimarme. Lo importante es que él, soberbio y tozudo, se olvide, aunque sea en ese instante, de mi cabeza. En ese momento, él, que estaría a una altura muy superior a mi estómago, podría dejarse llevar por la furia prepotente y punzarlo. Esa sería mi última oportunidad, al menos según el sentido común. Yo, inmediatamente después de que sintiera la espada entrar en mi estómago, inclinaría la cabeza hacia delante y mordería la espada, intentando, por supuesto, no cortarme las comisuras de los labios, para quitarle el arma con los dientes. Él ya estaría agotado, cegado por la ira. La situación podría cambiar inesperadamente. Si le quitara la espada, objetivo ya no muy difícil en estas circunstancias, podría intentar demostrarle que el hecho de que alguien tenga la espada no significa, desde mi punto de vista humanístico, que deba blandirla contra quienes no la tienen. Esperaría a que se calmara un poco, se la devolvería y le pediría que me ayudara, si no está muy cansado, a recoger mis cosas, es decir, mis manos y mis pies. Y él, probablemente, me cortaría la cabeza, pero mi cabeza, dispuesta a continuar siendo cabeza, caería a la calle y, con la energía y la decisión acumuladas de vencer al hombre, rebotaría y golpearía fuertemente su cabeza por el frontal.
Y tal vez lo vencería.

LA PERRA NEURÓTICA

Estaré así, enroscada, al sol hasta que me llame. ¡Qué dueño tan raro¡ Cuando me echaron a la calle, él me vio pasar frente a su casa, me dijo pis, pis, pis. Yo no le hice caso y, al poco rato, salió a buscarme con su hija. Me encontró toda mojada, las patas enfangadas, me llamó nuevamente y me llevó para su casa. Yo los seguía muy contenta, moviendo la cola, mientras su hija, de cuando en cuando, me pasaba la mano y él decía qué perra tan linda, blanca y amarilla, cómo me gusta, parece una loba, pero le pondré Osa. Recuerdo que le preguntó a su hija cuál sería mi nombre y cuando llegamos a su casa me pasó para el cuarto y él y su hija empezaron a acariciarme y a jugar conmigo. Yo entré primero recelosa y comencé a olerlo todo, los rincones, las patas de la cama, los zapatos, pensando en encontrar el olor de mis antiguos dueños, pero segura de que no lo encontraría, segura de que ésa sería mi nueva casa. Cuando cayó del techo una rana y di un salto muy asustada y retrocedí y me puse muy inquieta, él comentó con su hija, es de la ciudad. Después me sacó un momento al patio (nunca supe para qué) y, cuando me encontré con el gato, empecé a ladrarle y el gato me saltó y yo retrocedí llena de pánico, él comentó nuevamente con su hija, estaba en un apartamento. Es un hombre sin duda muy inteligente y observador. Enseguida sentí admiración por él. Efectivamente, yo era de la ciudad y vivía en un apartamento. Como soy muy expresiva quise decírselo y le dije jau, jau, jau. Parece que él me entendió porque me pasó la mano desde el hocico hasta el final del lomo, y me mandó a entrar. Me dijo, Osa, y supe que siempre que me dijera Osa, al menos con ese tono, no habría problemas, pero yo entré y me subí a la cama, entonces desde un rincón él me dijo, Osa, ven aquí, me lo dijo con voz autoritaria, y supe que cuando me dijera éso la cosa estaba mala. Yo ingenuamente fui y me golpeó las ancas con una furia tan intensa como intenso era el cariño que me había demostrado un momento antes. Ese contraste, en tan poco tiempo, fue lo que me hizo comprender que mi nuevo dueño era muy cariñoso, pero muy severo, muy raro, muy raro. Al poco rato fue a la cocina y me trajo comida en una pequeña palangana esmaltada, muy limpia. Si no recuerdo mal era leche de vaca o refresco de guayaba blanca. Se paró delante de mí, de esto casi tengo la intuición de qué hubiera ocurrido porque como hacía dos días que yo estaba dando tumbos por calles y portales, sin comer, sin encontrar nada que sirviera para comer, empecé a beber con frenesí como cuando una come bajo la amenaza de que otro animal le pueda quitar el plato y comentó ¡qué perra tan linda¡, y la niña, muy dulce, ¡que cariñosa, papá¡. La niña traía una toalla blanca con rayas azules por cada extremo, y él le dijo que la pusiera en los pies de la cama, de su cama, de la de él. Por el hambre que yo tenía estas palabras las oí como entre sueños. Cuando terminé de comer me dijo, Osa, aquí, y señaló para la toalla doblada en dos partes. Él estaba agachado junto a la toalla y, entonces supe que cuando me dijera, Osa, aquí, tampoco había peligro, que sólo querría que fuera junto a él y me parara o me echara. Esa vez me di cuenta de que debía echarme porque estaba la toalla. Evidentemente me mostraba mi nueva cama, y pensé otra vez, este señor es raro, no me dejará dormir con él en su cama, pero era tanta mi alegría por tener un nuevo dueño, por sentir otra vez la cariñosa voz humana, por tener alimentos, que no le di mucha importancia al asunto del dormitorio, y fui saltando y moviendo la cola de alegría hasta mi cama, me eché y él y la niña empezaron a pasarme la mano, yo a mirarlos, con las orejas erguidas y a mover la cola que la tenía tirada sobre el suelo. Me sentía muy contenta, pero cansada y, como parece ocurrir cuando una se muda, sentía mezclados sentimientos de verlo todo, de descubrir, de vivirlo todo, y deseos de acostarme, de dormir, de descansar para esperar un nuevo día alegre y lleno de sorpresas como cuando se espera el primer amanecer en el pueblo para el cual nos acabamos de mudar. La niña me dio un besito. Él le dijo con tono duro, no beses a la perra; eso no me gustó ni nunca he sabido por qué se lo dijo, y comenzó a arreglar su cama. Cuando terminó se acostó con la cabeza hacia los pies, hacia mí, y comenzó a pasarme la mano con mucho cariño, como un padre. Al final me dijo, qué duermas bien, Osa. Yo estaba quedándome dormida y ni movía la cola, ni levantaba la cabeza, ni erguía las orejas. Yo le contesté con un leve gesto, apagó la luz y ambos nos dormimos. Dormí muy bien, muy tibia, con un sueño profundo y reparador sólo interrumpido una o dos veces por sonidos extraños en el patio, sonidos que estuvieron a punto de hacerme ladrar, pero mi dueño, como si tuviera un sexto sentido, en cada caso dijo son carneros y yo me hundía otra vez en la maravillosa almohada del sueño. Al amanecer me desperté, como es lógico, antes que él y después de dar impacientemente, varias vueltas por la habitación, con la cabeza muy erguida puse mis dos patas delanteras sobre el colchón de su cama, por el lugar de su cabeza, y me dijo, Osa, no. La orden iba acompañada de un golpe sobre mis dos patas. Como los perros olvidamos rápido los agravios porque estamos hechos para darle cariño a los dueños, yo salí corriendo y saltando y moviendo la cola llena de alegría. Llegué hasta él . Me cogió por la barriga y me metió dentro de la palangana vacía. Me puso la mano izquierda por debajo, entre las patas delanteras, aguantándome, y me echó un jarro de agua fría por el lomo, me lo echó poco a poco, parece que para que yo no me asustara. De todos modos, yo no me asusté, pero no me gustó e hice, sin fuerza, por salir de la palangana.
Sentí que su mano izquierda apretaba suavemente. Soltó el jarro y cogió el jabón. Comenzó a pasármelo por el lomo para enjabonarme. Soltó el jabón y cogió otro jarro de agua fría. Me lo echó sobre las ancas y me corrió por las patas traseras. La sentía más fría e hice por salir de la palangana, pero con más fuerza. El me apretó también con más fuerza y me dijo, Quieta, Osa, rudamente. Bajé las orejas y metí la cola entre las patas. Siguió enjabonándome. Empecé a temblar de frío, y tal vez de miedo también. Comenzó a pasarme el jabón por debajo, por la barriga. Me echó un jarro de agua por la cabeza y yo intenté saltar de la palangana. En ese momento, él me cogió por la pata izquierda delantera, me haló al tiempo que golpeaba con mi pata el fondo de la palangana, y me gritó, Quieeetaaaa, coño. Noté que ya estaba enfurecido y me resigné a pasar frío y a temblar hasta que me enjabonó completamente y me enjuagó. Ante mi más leve movimiento decía, Quieta, y apretaba mi pata con mucha fuerza. Terminado el baño me soltó y salí corriendo con todas mis fuerzas y con la cola metida entre las patas. Me sacudí y me tiré a revolverme en la tierra y, después, salí corriendo a meterme debajo de la cama, de su cama. Allí estuve, temblando de miedo y de frío, casi todo el día y, cuando salí, todavía estaba mojada. Mis antiguos dueños, pensé, con ese sentimiento de culpa que siempre acompañaba estas reflexiones, me bañaban con agua tibia y jabón nácar y no me metían en ninguna palangana, sino en una bañadera. En todo el día no me dijo una palabra. Al salir de debajo de la cama me dijo, cariñosamente, Osa, Osa, sonando los dedos, y fui hasta él , despacio, con las orejas caídas, moviendo levemente la cola y casi a rastras. Agachóse y me acarició la cabeza diciéndome, Ya estás limpiecita, ¿eh?, puedes salir a buscar novio.Una vez estuve gravemente enferma, tenía parásitos. Mi dueño no me había hecho la cura porque pensaba que mis anteriores dueños me la habrían hecho. De todos modos, dudaba y, muy preocupado, me preguntaba, Osa, te habrán hecho la cura o no te la habrán hecho. Él temía que si me la hacía, habiéndoseme hecho ya, pudiera ocurrirme algo malo. Consultó con un doctor veterinario y el galeno le respondió que no podía asegurarle nada, que cada perro era un mundo. Decidió no hacérmela entonces y hacérmela cuando detectara que estaba enferma, pero, como yo, a pesar de mi crianza llena de delicadezas, soy una perra fuerte de cuerpo y de alma, él se dio cuenta -yo también- de que tenía parásitos cuando empecé a dejar de alimentarme, a caminar contorsionada y a comer yerba. Esa tarde pretendió darme una pastilla de metronidazol. Esa pastilla es muy mala. Me la echó disuelta en la leche y no me tomé la leche, me la metió en un pedazo de carne y después de masticar la boté, me la dio molida y revuelta con azúcar y no comí el azúcar -que era blanca, por cierto parece que para que yo no sospechara nada porque la pastilla también era blanca, pero la realidad es que aquella noche yo estaba muy mal. En una clínica veterinaria me hubieran ingresado en cuidados intensivos y me hubieran reportado de gravedad, sin embargo lamentablemente en el pueblo no había tal tipo de clínica. Él, muy afligido, lo comentó con su hija. Yo me mantenía echada sobre una cama especial que él me preparó, era una gran colcha rosada doblada en muchas partes. Ya no podía caminar y él se pasó toda la noche pegándome una vasija de leche al hocico para que yo me mojara los pelos, tuviera que pasarme la lengua y así me llegara algo al estómago, que lo tenía tan vacío que se me veían las costillas. Su desvelo dio buen resultado porque por la mañana ya tuve deseos de levantarme. Él comentó con su hija, ya se salvó. Ya no sobrevendría la hemorragia fatal. Mató un pollo, lo salcochó y comenzó a tirarme pedazos de pellejo de pollo hechos pelotitas. Yo los cogía en el aire. Entre esos pedazos iba siempre una pastilla de metronidazol, la que -dijo él- me salvó la vida. Siguió utilizando ese método -lo supe después por los comentarios que hizo con su hija- y me salvó. Estaba muy contento, pero lo que nunca se me olvidará es que a pesar de mi malcriadez para tomarme la bendita pastilla nunca se puso furioso y, sobre todo, que durante el tiempo que estuvo dándome la leche -toda la noche- me decía Osita, por favor, no te me mueras, que tú eres lo único verdaderamente mío, no te me mueras. Fueron días muy dramáticos para todos. A veces salgo para la calle con el propósito de meterme con la gente extraña que pasa, no la muerdo, pero les ladro, las pongo nerviosas y esto me divierte mucho aunque paso mis sustos. Él no soporta este pasatiempo mío. No sé si es porque no quiere que moleste a la gente extraña -para él toda la gente es extraña- o si es porque teme que me den un mal golpe, me envenenen o me aplaste un coche. Soy, desde luego, bastante despierta como para evitar que algo de esto ocurra, pero el caso es que cuando él me encuentra en la calle, sea porque sale al portal o porque llega del trabajo, coge un pedazo de soga que tiene colgado de un clavo y me grita, Osa, ven aquí, ven aquí. Yo sé que ésto significa grave amenaza a mi integridad, seria amenaza, y si él está parado en la puerta de la cerca, me meto por un hueco que ésta tiene y, si él está parado en el hueco, me meto por la puerta, en cualquier variante corriendo y con mi condicionado reflejo de situarme la cola entre las patas. Casi siempre escapo al castigo, pero, si no lo logro, me alcanzan despiadados sogazos que lo convierten ante mí, en ese instante, en el más despiadado de los hombres porque me golpea con saña repitiendo, para que no lo hagas más, perra maldita, para que no lo hagas más. En esas ocasiones mi cuerpo queda lleno de verdugones morados. Las golpizas son brutales y él no siente después ni el más mínimo remordimiento aunque yo, al poco rato, sentado ya él en el portal, me eche junto a él y lo mire con cariño no sin cierta expectativa. Nunca podré entender la magnética relación de nosotros, los perros, y ellos, los hombres. Nunca parece más inhumano que cuando tiene ese diabólico pedazo de soga en la mano derecha y corre del hueco a la puerta y de la puerta al hueco tratando de impedir que yo le juegue cabeza y me le escape. Conozco las posibles consecuencias de este acto mío, pero no puedo vencer la tentación de sentir el espejismo de libertad que me inunda cuando traspaso la puerta -o el hueco- de la cerca. Ese espejismo que necesitamos todos, que todos inventamos. A veces pienso que él ni tapa el hueco ni cierra la puerta para disfrutar morbosamente del acto de perseguirme con la esperanza de golpearme hasta ver enredada la soga en mi cuerpo. Tal vez necesitemos también el espejismo de que dominamos algo. Cuando lo logra le temo, pero le odio. El día que caí en celo por primera vez él no estaba en la casa, y su madre, el otro miembro de la familia, me metió dentro de un tanque de 55 galones para que no pudiera aparearme con ningún pretendiente. Tapó el infernal depósito nada menos que con una plancha de acero de cinco milímetros de espesor. Yo estuve, en medio de esa oscuridad asfixiante, saltando inútilmente todo el día y en mi irracional intento por salir me desgarré las patas delanteras. Ese día por poco me quedo sin garganta. La madre no se conmovía ni con mis aullidos ni con el ruido de mis patas contra el zinc. Él llegó y notó que yo no salí a recibirlo. Le preguntó a la madre, ¿Y Osa? -la niña no había llegado de la escuela- y la madre le respondió, la encerré en el tanque porque cayó en celo. El se molestó y le preguntó, ¿te gustaría que te hicieran lo mismo?, ¿crees que ella no tiene derecho a enamorarse, a tener familia, a ser feliz?, y salió como un bólido a destapar el tanque y soltarme. Vio que mis patas sangraban y que mi pelo también tenía manchas de sangre. Entró a la casa y regresó rápidamente con un trapo mojado, me limpió la sangre del pelo, me limpió las patas, me echó mercurio y me dijo, no fue nada, arriba, estás de luna de miel. Enseguida se me acercaron los perros que merodeaban alrededor de la casa. Yo me puse muy contenta, a pesar del dolor, porque vi, por primera vez, cuán interesante les resultaba y cuán bella me veían. Él estaba muy contento, como si se le hubiera casado una hija, pero desgraciadamente no quedé preñada, sin embargo vi latir otra vez su raro corazón, esta vez impulsado por la fuerza del amor. Con la misma mano que cogía la soga me acariciaba. Han transcurrido como dos meses desde que me bañó por última vez -entonces estuvo bañándome todos los días durante una semana y cada baño constituía la misma tortura- y me hizo un tratamiento contra las pulgas. Ese tratamiento no quiero recordarlo. Me cogió, con un libro y un trapo a su lado, me sujetó por una pata, empezó a pasarme la mano por la barriga para que yo me echara, pero yo no me echaba porque le tenía miedo en ese instante y, al comprobar que yo no me echaría de esa forma, me cogió por las dos patas del lado izquierdo, me levantó en vilo y me tiró contra el suelo, con tanta fuerza que creí que me había reventado. Sentí mucho dolor, pero casi ni respiraba y empezó a pasarme el trapo mojado con frío matapulgas por la piel en contra de la caída del pelo. Todo ese tiempo estuvo muy serio y molesto. Terminado el tratamiento, me soltó y huí como siempre en estas situaciones a meterme debajo de la cama. Ahora estoy muy sucia, me tiene, desde ese punto de vista, totalmente abandonada. Me paso todo el día y toda la noche tratando de quitarme las pulgas, la comezón en todo mi cuerpo es insoportable y creo que estoy al coger sarna. Me siento tan mal que desearía otro baño de agua fría y otro tratamiento contra las pulgas. Él me ve hurgándome e inquieta y dice, tengo que bañar a Osa, pero no lo hace. Él también se pasa días sin bañarse y lo veo siempre muy triste. A veces se sienta en la cama, con los pies cruzados, el brazo izquierdo sobre la pierna y un cigarrillo en la mano derecha sobre la que descansa su cabeza. Él toma unas bocanadas de humo. Yo me siento junto a él. Él me mira fijamente durante un rato. Yo subo y bajo las orejas. Él me da dos o tres palmadas en la cabeza. Yo muevo la cola. Él se levanta sin decir palabra. El día de fiesta para mí es cuando lo visitan amigos. El los recibe en su cuarto y, desde que entran, yo empiezo a saltarles a las piernas y a las manos. Entonces él me presenta, dice, aquí les presento a la Osa, la Osa Mayor, la única perra cuyo nombre aparece en todas las cartas de navegación. Los amigos se encantan conmigo. Si se sientan en un sillón, yo me subo encima de ellos, si alguno se acuesta en la cama, yo voy para la cama. Él no dice nada, no me regaña ni me golpea ni en ese momento ni cuando se van. Veo que se siente orgulloso de mostrarme ante ellos y de, ante ellos, mostrarse tolerante y cariñoso conmigo. Sus amigos me hacen mucho caso, quiero decir, me tienen muy en cuenta, juegan mucho conmigo y, durante el poco tiempo que habitualmente dura la visita, me dan más muestras de cariño que las que él me ha dado en toda la vida. Cuando se van me dicen, adiós, osita, y a él, tienes una perra encantadora. Él responde, muy orgulloso, no hay otra como ella, y me pasa la mano por la cabeza. Al poco rato puede llamarme severamente o no hacerme caso o golpearme, pero nunca por algo que yo haya hecho durante la visita de sus amigos. Reconozco que a veces hago cosas que no debo hacer como, por ejemplo, no responder a su primer llamado. En ese caso nunca sé como acercarme a él, si humilde o altivamente porque el segundo llamado siempre es un grito corto y seco: Osa. Si me acerco altivamente, él me golpea, si me acerco humildemente, con las patas delanteras encogidas, el hocico estirado, las orejas hacia atrás, caídas, el lomo estirado, casi a rastras, y con lentitud, también me golpea. Es como si pensara, ah, te llamo indignado y te muestras altiva, o, ah, te llamo indignado y eres tan sumisa que te muestras humilde. Es como si él no estuviera de acuerdo con la naturaleza de los perros, como si no conociera nada de la naturaleza animal, aunque, por otra parte, tampoco estoy segura de que él conozca algo de la naturaleza humana porque a veces le dice a su hija que no sabe si tal naturaleza existe. Éste es, de todas formas, uno de los peores momentos para mí porque nunca sé cómo reaccionará. Su actitud es esquizofrenizante. Todo está permitido por la tarde, cuando llega del trabajo. Lo recibo en la calle, frente a la puerta de la casa. Le salto al pantalón. Él pone la mano a la altura de la cintura y la sube y la baja para que yo salte a tocársela, cada vez la sube más para que yo tenga que superar el salto anterior, le toco la palma de la mano con la lengua y él, parado jugando conmigo, sin apuro, hasta que yo me canso de saltar, y demoro en cansarme porque sé que éste es el único instante en que puedo expresarle sin limitación todo mi cariño y recibirlo de él. Noto que se siente muy feliz mientras lo recibo y yo también me siento muy feliz. En realidad estoy falta de afecto, de cariño , de amor, sobre todo si se tiene en cuenta lo tierna y amorosa que soy, mi gran demanda en ese sentido, como perra que soy. Él lleva tanto tiempo solo, quiero decir, sin esposa porque él da amor sólo cuando él lo necesita y, arriba de eso, de una manera muy rara. O quizás el asunto sea mucho más complejo y escape a mi entendimiento y al suyo incluso. ¿Será por este tipo de conducta que se dice que hay amores que matan? Al darme la comida es cuando más disciplinadamente tengo que comportarme y nunca sé qué es para él que yo sea disciplinada. Cuando estoy comiendo siempre me siento humillada porque, si cometo el mínimo desliz -y nunca sé qué es para él un desliz- me mira como si me dijera, perra, te recogí de la calle, te mantengo y te comportas así, mal agradecida. Un desliz puede ser que pruebe la comida dos o tres veces porque no la sienta sabrosa, o que sin querer vire el plato en lo que él interprete como un gesto desdeñoso. Es como si hiciera mucho tiempo que quisiera decírmelo, pero nunca me lo dice. En ese sentido es al menos delicado o se esfuerza por serlo. Esta actitud veladamente soberbia también la observé durante el tiempo que estuvo bañándome obstinadamente, pero entonces era como si me dijera, me preocupo porque estés limpia y no te dejas bañar, perra ingrata. Él dice que no puede vivir sin los perros, pero es como si los fuera matando poco a poco, con gritos, golpes y miradas que dicen mucho aunque aparentemente no digan nada. ¿Quién sabe si por eso murieron Sor Juana y Sajarov? Por la angustia del amor, de un amor lleno de torceduras y recovecos enigmáticos. Los fines de semana, los domingos, sale con la hija y conmigo a una pradera cercana. Yo me voy delante y luego me llama y le dice a la niña, mira qué linda luce Osa corriendo y saltando entre la hierba, mira qué linda, y, al llegar donde ellos, los dos me acarician enternecidamente. ¡Qué calor! Esta escena, una de las más felices de mi vida, se repite mucho en cada viaje que siempre es corto porque él vive como si siempre estuviera apurado. Auuuu..., qué bueno es estirarse. Por cierto, parece que hoy no tiene apuro. No me llama. ¡Qué raro! Sabe que no puedo soportar tanto sol. ¿Qué le pasará? Por nada del mundo me dejaría ahogarme de calor. Entraré en su cuarto. No puedo aguantar el peso de la lengua. No, no puedo hacerle eso. ¡Qué calor tan asfixiante! Sí, empujaré la puerta. Me falta la respiración. Nunca está cerrada. Sí, tumbaré esa puerta. Los pulmones se me revientan. Entraré en su cuarto. Si no, me hundiré en un charco de saliva. Me ahogo. No, no puedo hacerle eso, no puedo. Me ahogo. No puedo. Estaré así, enroscada, al sol hasta que me llame. Aunque sea un suicidio.

*Del libro Nada y otros cuentos del absurdo, Julio San Francisco, Editorial Huerga y Fierro, Feria del Libro de Madrid 2006.

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